viernes, 28 de octubre de 2016

El campesino y el diablo

Érase una vez un campesino muy astuto que era famoso por sus trucos. Aunque lo que más fama le dio a este campesino fue cómo consiguió burlar al diablo y dejarlo como un tonto.

Cuentan que un día, mientras se preparaba para volver a casa tras pasar la jornada trabajando en sus tierras, el campesino vio un montón de carbones encendidos en medio del campo. Cuando se acercó, el campesino vio a un pequeño diablo sentado sobre los carbones encendidos.

-Bajo estas brasas sobre las que me siento hay un gran tesoro -dijo el diablillo.

-¿De verdad estás sentado sobre un gran tesoro?- dijo el campesino.

-Sí, es cierto- contestó el diablo-, sobre un tesoro que contiene más oro y plata que lo que jamás verás en tu vida.

-El tesoro está en mi propiedad y me pertenece -dijo el campesino.

-Y seguirá siendo tuyo si durante dos años seguidos me das la mitad de lo que el campo produce- contestó el diablo.

El campesino aceptó el trato, y le dijo:

-De acuerdo. Pero, para que no haya discusiones sobre el reparto, todo lo que se produzca sobre la tierra será tuyo, y todo lo que se produzca bajo la tierra, será mío. 

El diablo quedó satisfecho con el trato sin preguntar nada más. El campesino, sin decir nada más tampoco, preparó la tierra para sembrar nabos. 

Cuando llegó el tiempo de la cosecha el diablo se presentó a por lo suyo, pero solo encontró amarillentas y marchitas hojas, mientras que el campesino, lleno de satisfacción, se dedicaba a guardar sus nabos.

-Por esta vez has obtenido lo mejor de la cosecha- dijo el diablo, -pero no será así la próxima vez. Lo que se produzca sobre la tierra será tuyo, y lo se que produzca bajo tierra, será mío.

El campesino y el diablo-Estoy de acuerdo -dijo el campesino.

Cuando llegó el tiempo de la siembra, el campesino sembró trigo, en vez de nabos. El trigo nació, creció y los granos maduraron y el campesino recogió todas las espigas que había en el campo.

Cuando llegó el diablo a por su parte solo encontró los rastrojos. 

El diablo se enfadó mucho y pataleó y gritó todo lo que pudo, pero tuvo que cumplir su palabra, porque un trato es un trato. Entregó el tesoro al campesino y se fue de allí.

El león que se creía cordero

Hace mucho tiempo una mamá oveja encontró un cachorro de león abandonado. Al verlo tan solito, la mamá oveja decidió acogerlo y criarlo con sus hijos corderos. El pequeño león estaba tan a gusto con los corderos que creció pensando que él también era uno de ellos. 

Cuando el león se hizo mayor siguió viviendo entre las ovejas y los corderos como uno más del rebaño, comportándose igual que lo hacían los demás. Las demás ovejas sabían que él era diferente, pero lo habían aceptado.

El león pastaba con las ovejas, dormía con las ovejas e incluso emitía unos sonidos muy parecidos a los balidos de las ovejas.

Un día apareció por allí un gran león, viejo y sabio, dispuesto a lanzarse sobre las ovejas para llevarse una para la cena. Mientras analizaba escondido en la distancia cuál era la oveja más lenta y, por lo tanto, la más fácil de cazar, el viejo león vio a un león joven pastando entre ellas.

El viejo león no salía de su asombro. ¡Se le veía tan tranquilo entre las ovejas que no se lo podía creer!

Después de pensarlo unos segundos, el viejo león decidió ir a por el león joven a ver qué pasaba. 

Cuando las ovejas vieron llegar al león se asustaron y salieron corriendo. El joven león hizo lo mismo. El león viejo corrió tras él hasta que consiguió pararlo.

-Por favor, no me hagas daño. No soy más que una débil oveja -dijo el joven león.

El león viejo comprendió que aquel león no sabía lo que realmente era.

-Si vienes conmigo hasta aquel estanque prometo no hacerte daño a ti ni a tus hermanas.

El león joven aceptó el trato y fue hasta el estanque.

-Acercáte a mi lado y mira el agua -dijo el león viejo.

El león joven hizo lo que le pidió el león viejo.

-¿Qué ves en el agua? -preguntó el león viejo.

El león joven se asustó.

El león que se creía cordero-¡Dos leones! -gritó-.¿Dónde estoy yo?

-Mira bien -dijo el león viejo-. Somos tú y yo.

El león joven se miró fijamente. Entonces, una especie de fuerza interior le recorrió todo el cuerpo y emitió un feroz rugido.

-¡Soy un león! -dijo.

En ese momento, toda la debilidad que el león había sentido por creerse oveja desapareció. Desde entonces, el león se sintió poderoso. Pero no abandonó a su familia de ovejas, sino que se quedó con ellas para cuidarlas y protegerlas, como hizo su mamá oveja con él cuando lo adoptó siendo un cachorro.

Los palitos de marfil

Hace mucho tiempo, en China, vivió el rey Chu. Un día al rey Chu se le antojó comer con palillos de marfil, en vez de usar los tradicionales palillos de bambú o madera que se usaban en la corte. Pero no quería unos palillos de un marfil cualquiera, sino de un marfil especial y muy caro. No contento con eso, el rey Chu quiso también que a sus nuevos palillos de marfil le incrustaran oro y piedras preciosas. 

Chang, fiel consejero del rey Chu, se asustó mucho ante esta extravagancia. Chang temía que cuando el rey tuviera esos ricos palillos ya no se conformaría con la vida sobria y austera que había llevado hasta entonces. Chang pensaba que el rey, hombre justo y reflexivo, pasaría más tiempo pensando en colmar sus deseos que en gobernar y estudiar para convertirse en un hombre cada vez más sabio.

Tal y como temía Chang, el rey Chu empezó a pedir que cambiaran su vajilla de barro por platos y vasos de cuerno de rinoceronte y jade. En vez de dedicarse a cuidar de su pueblo, el rey Chu empezó a rodearse de personas que le adulaban y alababan su buen gusto y a apurar copas de vino en fiestas superficiales, dejando de lado a sus fieles consejeros, que velaban por el bien del rey y de su pueblo. 

DLos palillos de marfilurante años el rey Chu llenó su palacio y su jardín de caprichos caros, en su mayoría inútiles, que había conseguido exprimiendo a su pueblo con impuestos y castigando a quienes no le daban lo que pedía. Pero no duró mucho ya que, tras siete años de derroche, apariencia y ostentación, el rey Chu terminó perdiendo su reino.

Viendo ya el fin definitivo, Chang, amante de la sobriedad por encima de todo, le dijo al rey Chu:

-Os advertí, rey Chu, que recordárais lo que decían los antiguos sabios, que el adorno y la autocomplacencia adormecen el alma.

El rey rana

Había una vez una princesa muy bella, pero también muy caprichosa, que vivía en un hermoso palacio rodeada de lujos y comodidades. El pasatiempo preferido de la princesa era jugar con una pelota de oro junto al estanque por las tardes al caer el sol. 

Un día a la princesa se le cayó la pelota al estanque y desapareció. La niña empezó a llorar muy desconsolada. Al oír sus lamentaciones una rana asomó su cabeza y le dijo:

- ¿Qué te ocurre, princesita? ¡Lloras como para ablandar las piedras!

La niña miró a su alrededor buscando de dónde venía aquella voz. Al descubrir una rana que asomaba su gruesa y fea cabezota por la superficie del agua gritó:

-¡Ah! ¿Eres tú, viejo chapoteador? Lloro por mi pelota de oro, que se me cayó en el estanque.

-Cálmate y no llores más -replicó la rana-- Yo puedo arreglarlo. Pero, ¿qué me darás si te devuelvo tu pelota de oro?

-Lo que quieras, mi buena rana- respondió la princesa. Mis vestidos, mis perlas y piedras preciosas, hasta la corona de oro que llevo puesta.

-No me interesan tus vestidos, ni tus perlas y ni tus piedras preciosas, ni tampoco tu corona de oro -dijo la rana. Pero si estás dispuesta a quererme, si me aceptas por tu amiga y compañera de juegos, si dejas que me siente a la mesa a tu lado y coma de tu plato y beba de tu vaso y duerma en tu cama, si me prometes todo esto, bajaré al fondo del estanque y te traeré la pelota de oro.

-¡Oh, sí! -exclamó la princesa. Te prometo que haré todo eso si me traes la pelota.
Pero para sus adentros la princesa pensaba:

-¡Qué tonterías se le ocurren a este bichejo! Tiene que quedarse en el agua con sus semejantes. ¿Cómo puede ser compañera de las personas?

Mientras tanto, la rana se zambulló en el agua y, tras un rato buscando, volvió con la pelota en la boca. La rana soltó la pelota en la hierba mientras la princesita daba saltos de alegría al ver su hermoso juguete.Entonces, la princesa recogió la pelota y echó a correr sin hacer caso a la rana, que la llamaba para que la esperara. 

Al día siguiente, mientras la princesita comía junto al Rey y todos los cortesanos, se oyó que algo subía fatigosamente las escaleras de palacio y, una vez arriba, llamaba a la puerta: 

-¡Princesita, ábreme!

La princesa corrió a la puerta para ver quién llamaba y, al abrir, se encontró con la rana. Al verla, la niña cerró de un portazo y volvió a la mesa, muy nerviosa.

Cuando el Rey vio a la niña tan alterada le dijo:

-Hija mía, ¿de qué tienes miedo?

-¡Ay, padre! Ayer estaba en el bosque jugando junto al estanque y se me cayó al agua la pelota de oro. Y mientras yo lloraba, una rana asquerosa me la trajo. Yo le prometí que sería mi compañera si lo hacía; pero jamás pensé que pudiese alejarse de su charca para seguirme. Ahora está ahí afuera y quiere entrar 

El rey rana-Debes cumplir tu promesa -dijo el Rey-. Ve y abre la puerta.

La niña fue a abrir. En cuanto lo hizo, la rana saltó dentro y siguió a la princesa hasta su silla, se subió a la mesa y comió de su plato mientras ella miraba con repugnancia a la rana. 

-Estoy cansada -dijo la rana-. Llévame a tu cama para descansar.

La princesa así lo hizo. Pero una vez en la cama le dio tanto asco ver a la rana junto a ella que la lanzó contra la pared. Al caer al suelo tras el gran golpe la rana se convirtió en un apuesto príncipe, al que el Rey aceptó como compañero y esposo de su hija. 

El príncipe les contó que una bruja malvada lo había encantado, y que nadie sino ella podía desencantarlo y sacarlo de la charca.

Al día siguiente la princesa y su compañero partieron hacia el reino de éste, donde se convertirían en reyes y vivirían felices para siempre.

el gigante egoísta

Había una vez un jardín que pertenecía a un gigante. Aprovechando que el gigante se había ido a pasar una temporada con su amigo el ogro los niños iban a jugar al jardín. Pero un día el gigante regresó y los descubrió. 

-¿Qué hacéis en mi jardín? -gritó el gigante, enfurecido-. He vuelto a mi castillo para tener un poco de paz y de tranquilidad. No quiero oír a niños revoltosos a mi alrededor. ¡Fuera de mi jardín! ¡Y que no se os ocurra volver!

Los niños, asustados, huyeron lo más rápido que pudieron mientras oían gritar al gigante con voz de trueno:

-Este jardín es mío y de nadie más. Me aseguraré de que nadie más lo use.

El gigante levantó un muro y puso una verja para evitar que los niños volvieran por allí. Todos los días los niños miraban entre los barrotes el jardín y luego se marchaban tristes a buscar otro lugar donde jugar. 

Pasó el invierno. Cuando la primavera volvió toda la comarca se llenó de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del gigante permanecía el invierno todavía. Los pájaros no cantaban y los árboles se olvidaron de florecer. 

-La primavera no ha querido venir a mi jardín -se lamentaba una y otra vez el gigante.

Una mañana en la que el gigante se había quedado en la cama de pura tristeza se oyó en el jardín el canto de un pájaro. El gigante se acercó a la ventana y se llenó de alegría. La nieve y la escarcha se habían ido y todos los árboles, que estaban llenos de flores, tenían algún nido en sus ramas. Los niños, que se habían colado por un agujero del muro, se habían subido a las ramas de los árboles y jugaban tranquilamente allí.

Solo un niño que no había conseguido subir a ningún árbol lloraba amargamente porque era demasiado pequeño y no llegaba ni siquiera a la rama más baja del árbol más pequeño.
El gigante sintió compasión por el niño y bajó para ayudarle. Mientras bajaba las escaleras pensaba:

-¡Qué egoísta he sido! Ahora comprendo por qué la primavera no quería venir a mi jardín. Derribaré el muro y dejaré que los niños vengan a jugar y lo disfruten. 

Cuando los niños vieron al gigante llegar se asustaron y se fueron corriendo por donde habían venido mientras el invierno volvía al jardín. Sólo quedó el pequeño, que no había oído al gigante entre tanto llanto. 

El gigante tomó al niño en brazos y le dijo con dulzura mientras lo colocaba en una rama de un árbol cercano:

-No llores.

De inmediato el árbol se llenó de flores. Entonces, el niño abrazó al gigante y lo besó.

Cuando los demás niños comprobaron que el gigante se había vuelto bueno regresaron corriendo al jardín y la primavera volvió con ellos. 

Pasó el tiempo y el gigante no volvió a ver al niño que había ayudado.

-¿Dónde está vuestro amiguito? -preguntaba todos los días el gigante.

Pero los niños no lo sabían. El gigante se sentía muy triste, porque se había encariñado del pequeño. Solo ver jugar a los niños y compartir con ellos sus juegos le había feliz. 

Con el paso de los años el gigante se hizo viejo, tanto que llegó un momento en el que ya no pudo jugar con los niños.

UEl gigante egoístana mañana de invierno, mientras el gigante miraba por la ventana de su dormitorio, descubrió un árbol precioso en un rincón del jardín. Las ramas doradas estaban cubiertas de delicadas flores blancas y de frutos plateados. Para sorpresa del gigante, debajo del árbol se hallaba el pequeño.

-¡Por fin ha vuelto! -exclamó el gigante.

Muy contento, el gigante fue hasta donde se encontraba el niño. Pero al llegar junto a él se enfureció:

-¿Quién te ha hecho daño? ¡Tienes señales de clavos en las manos y en los pies! Por muy viejo y débil que esté, mataré a quien te haya hecho esto.

Entonces el niño sonrió con dulzura y le dijo:

-Calma. No te enfades y ven conmigo.

-¿Quién eres? -susurró el gigante, cayendo de rodillas a sus pies

-Hace mucho tiempo me dejaste jugar en tu jardín -respondió el niño-. Ahora quiero que vengas a jugar al mío, que es el Paraíso.

Esa tarde, cuando los niños entraron en el jardín para jugar con la nieve, encontraron al gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir plácidamente y estaba entero cubierto de flores blancas.

La llave de oro

Hubo una vez, hace mucho tiempo, un niño muy pobre que vivía en una cabaña cerca del bosque. 

Un frío día de invierno, el más frío que jamás había conocido, el niño salió a buscar leña a pesar de la espesa capa de nieve que cubría los caminos.

Tras recoger y cargar la leña en su trineo, el pequeño tenía tanto frío que decidió encender un fuego para calentarse un poco allí mismo. El niño escarbó un poco en la nieve para colocar la leña. 

Cuando quedó al descubierto el suelo helado, el niño se quedó sorprendido al encontrar una pequeña llave de oro.

-Si hay una llave aquí es porque la cerradura debe de estar cerca -pensó el niño.

Entonces el siguió escarbando con sus manos, más abajo de la capa de hielo, y empezó a sacar tierra. Después de un ratito el niño descubrió un cofre metálico.

-¡Ojalá ésta sea la llave que abre este cofre! -exclamó el niño-. Este cofre debe de encerrar algún tesoro.

El niño movió la caja en todos los sentidos para encontrar la cerradura, que parecía estar bien oculta. Después de un rato buscando afanoso, el niño descubrió la cerradura. El agujero era tan pequeño que apenas se veía. 

La llave de oroA pesar de que el agujero era pequeño, la llave entró sin ningún problema. El muchacho la giró delicadamente y...

Ahora tendremos que esperar a que el niño levante la tapa para saber, al igual que él, que maravillosos tesoros esconde el cofre.

El duendecillo y la mujer

Viejas leyendas cuentan que, antiguamente, las mujeres campesinas tenían un compañero, un duendecillo, que les acompañaba en sus tareas domésticas. Hace tiempo, una mujer muy leída y con dotes para la escritura y la oratoria, también tenía un duendecillo como compañero. 

Un día visitó a la mujer y a su esposo un primo lejano al que no conocían aún, un joven seminarista muy culto. El joven escuchó los versos de la mujer y encontró que su poesía era excelente. 

-Tienes talento, prima -dijo el joven.

-¡No digas sandeces! -dijo el jardinero-. No le metas esas tonterías en la cabeza. Una mujer no necesita talento. Lo que le hace falta es saber atender a sus tareas en la casa y que no se te queme la comida.

-La comida la arreglo fácilmente -respondió la mujer-, y, cuando tú estás enfurruñado te doy besito y te contentas. Mírate tú, que parecía que solo te gustaba cultivar coles y patatas, y, sin embargo, bien te gustan las flores.

Y le dio un beso.

-¡Las flores son el espíritu! -añadió.

-Atiende a tu cocina -gruñó el jardinero mientra salía por la puerta hacia el jardín.

Entretanto, el seminarista tomó asiento junto a su prima y se puso a charlar con ella sobre cosas bellas y virtuosas. Pero en la cocina también estaba el duendecillo, vigilando el puchero que había quedado desatendido, para que el gato no se lo comiera.

El duendecillo estaba enojado con la mujer porque ella no creía en su existencia. Es verdad que nunca lo había visto, pero no tenía disculpa para no creer en él, pues su gran creatividad y erudición se debían a su presencia.

-Ella simplemente me niega, que soy cosa de su imaginación -dijo el duendecillo mientras miraba al gato -. Y ahí está, charlando con ese seminarista. Ya me cansé, así que me pongo de parte del marido. Que ella atienda su puchero. Ahora voy a hacer que se le queme la comida, por desagradecida. 

Y el duendecillo se puso a soplar en el fuego, que se reavivó y empezó a chisporrotear. 

-Ahora voy al dormitorio a hacer agujeros en los calcetines del seminarista este -continuó el duendecillo-. A ver qué tiempo le queda para escribir poesía mientras zurce los calcetines rotos. 

Al duendecillo se le ocurrió abrir primero la puerta de la cocina para que el gato comiera lo que se le antojara. El gato comió todo con gusto. Ya que le iban a echar la culpa de todo, al menos disfrutaría de la comida. 

Mientras tanto, la mujer le enseñó a su primo algunos de sus ensayos y versos, que este leyó y comentó con gran interés. La mujer le habló del carácter melancólico y triste de sus escritos.

-Solo hay una sola poesía que tiene carácter jocoso en la que expreso pensamientos alegres. No te rías, pero trata de mis pensamientos sobre la condición de una poetisa. Amo la Poesía, se adueña de mí, me hostiga, me domina, me gobierna. La he titulado “El duendecillo”. Seguramente conozcas la antigua superstición campesina del duendecillo, que hace de las suyas en las casas. Pues imaginé que la casa era yo y que la Poesía, las impresiones que siento, eran el duendecillo. En esta composición he cantado el poder y la grandeza de este personaje.

El duendecillo y la mujerY el seminarista leyó el título de la poesía en voz alta y la mujer escuchó, al igual que el duendecillo, que estaba al acecho para destrozar los calcetines mientras el gato se ponía las botas en la despensa. 

-¡Esto va para mí! -dijo el duendecillo-. ¿Qué debe haber escrito sobre mí esta desagradecida? ¡La voy a fastidiar! ¡Se acordará de mí!

Y aguzó el oído, prestando atención. Pero cuanto más oía de las excelencias y el poder del duendecillo más se sonreía. Estaba encantado de lo que se decía sobre él.

-Verdaderamente, esta señora tiene ingenio y cultura. ¡Qué mal la había juzgado! -dijo el duendecillo. Desde hoy la ayudaré más que nunca y la respetaré.

-¡Ay que ver! Ha bastado una palabra zalamera de la señora, una sola, para que el duendecillo cambie de opinión. ¡Qué astuta es la señora!

Y no es que la señora fuera astuta, sino que el duende era como son los seres humanos, que con halagos y adulaciones cambian de opinión, solo por sentirse importantes.

El Armario viejo

Eran las diez de la noche. Un joven viajero había llegado a un hostal y se había retirado a su cuarto. Allí abrió un baúl y se quedó contemplando su contenido.

-Todavía debo sacar algún partido de lo que me queda -dijo-. Tal vez pueda invocar a un genio tan poderoso como el de Las mil y una noches para que me traiga riquezas. ¿Quién sabe? 

En realidad, el baúl solo contenía ropa vieja y algunos vestidos de mujer. 

-¡Alto! Dan las diez -dijo de pronto el joven-. Tengo que apresurarme, no vayan a cerrar la tienda.

Rápidamente, el joven se vistió, se abrigó y salió a la calle. Caminó hasta llegar al único comercio abierto de la ciudad. 

Frente al escaparate, el joven vio al comerciante hacer cuentas a la luz de una vela y hablando solo.

-Hay que ver cómo es posible convertir un chelín en un millón. El secreto está en colocar bien el dinero. ¡Qué buena semana esta! Las doscientas libras que me prestó hace diez años Tomás Evans han dado excelente fruto. Y como el muy tonto perdió mi pagaré no tuve que devolvérselas. Ni tampoco a su hijo y heredero, Jorgen Evans, a pesar de que me las reclamó. “Ven con el pagaré y haré honor a mi firma”, le dije al joven que dilapidó la fortuna de su padre y tiene que dedicarse al teatro para poder sobrevivir. 

En eso estaba el comerciante cuando el joven entró en la tienda. 

-Para servirle, señor Benson -saludó-. Me alegro de que no haya cerrado aún. Deseo comprar ese mueble con cajones que tiene ahí para regalárselo a mi tía.

-Ese viejo mueble lo compré a los herederos del granjero Merrywood, que decía que llevaba en la familia al menos dos siglos-dijo el señor Benson-. Puedo vendérselo por dos libras.

-Está bien, no regatearé -dijo el joven-. Solo le pido que me haga un recibo y que lo lleve este misma noche a casa de mi tía, que vive en el arrabal, con todo lo que contenga el armario dentro. ¡Nunca se sabe lo que pueden contener estos muebles viejos!

El comerciante aceptó y esa misma noche llevó el armario a la dirección indicada. Cuando llegó, una anciana abrió la puerta y recogió el mueble, dándole una propina al comerciante, que se volvió tan contento.

Daban las doce cuando una hermosa y bien vestida mujer se bajaba de un carruaje y llamaba a la puerta del comercio.

El señor Benson abrió extrañado.

-¿Qué desea? -dijo el señor Benson.

-Quiero comprarle el armario de cuatro cajones que adquirió en la subasta del granjero Merrywood.

-Pero ya no tengo el armario -dijo el señor Benson-.

-Oh, no, qué desgracia. Recupérelo y nos repartiremos el dinero que contiene escondido en un cajón. Él me acogió de niña y sé que en su interior hay guardados cuatro billetes de banco de mil libras cada uno, pues yo misma vi cómo los guardaba. Es más, me dio este alfiler de plata para abrir el compartimento secreto donde están los billetes.

-El armario viejoLo recuperaré. Vuelva mañana -dijo el señor Benson.

El señor Benson fue al amanecer a la casa donde había dejado el armario y, tras varias negociaciones, recuperó el armario a cambio de una bolsa de oro.

Cuando llegó a la tienda decidió abrir él mismo el cajón y no esperar a la señora. Así, con una pequeña hacha, rompió el cajón donde la señora le dijo que se guardaban los billetes. En él solo encontró una nota que decía: Recibí: Jorge Evans.

En el mismo instante entraba el joven en su cuarto del hostal y volvía a meter en el baúl dos vestidos de mujer. El joven no era otro que el propio Jorge Evans, actor de profesión.

-He tenido bastante éxito en mis papeles de la tía y la señora -dijo el muchacho-. Descontando lo que me ha costado el hostal, el alquiler de la casa de mi supuesta tía, el carruaje, el mueble y la propina, todavía me quedan las doscientas libras que mi padre prestó a ese usurero más los intereses de todos estos años. ¡Ojalá la conciencia de mi deudor esté tan tranquila como la mía!

Las tres plumas

Érase una vez un rey que tenía tres hijos. Los dos mayores eran muy listos, pero el pequeño era tan simple que le apodaban “El lelo”. 

Sintiendo el rey que pronto uno de sus hijos tendría que heredar el reino, pensó que debía dejar las cosas atadas para que no hubiera problemas por quién heredaría el trono, así que puso a sus hijos a prueba. 

- Aquel de vosotros que me traiga el tapiz más hermoso será rey cuando yo ya no esté.

Para que no hubiera disputas, el rey echó tres plumas al aire, sopló sobre ellas y dijo:

-Iréis adonde vayan las plumas.

Una voló hacia Levante; otra, hacia Poniente, y la tercera cayó en el suelo, a poca distancia. Y así, el mayor partió hacia la izquierda, el mediano hacia la derecha y el "El lelo” se quedó en el lugar donde estaba mientras sus hermanos se iban riéndose de él.

El muchacho se sentó en el suelo, pensando que allí poco podía hacer. Entonces vio una trampilla. La levantó y apareció una escalera. El joven bajó por ella y llegó a una puerta.

Cuando el joven príncipe llamó a la puerta oyó que alguien gritaba en el interior estas palabras: 

Ama verde y tronada,
pata arrugada,
trasto de mujer
que no sirve para nada:
a quien hay ahí fuera, en el acto quiero ver. 


La puerta se abrió. Ante el príncipe apareció un enorme y gordo sapo rodeado de otros más pequeños. El sapo le preguntó al joven qué deseaba, a lo que el muchacho contestó: 

-Voy en busca del tapiz más bello y primoroso del mundo.

El sapo se dirigió a los sapos pequeños y les dijo:

Ama verde y tronada,
pata arrugada,
trasto de mujer
que no sirve para nada:
aquella gran caja me vas a traer.


El sapo más joven fue a buscar la caja y de ella sacó el tapiz más hermoso del mundo. Cuando el joven lo mostró a su padre, éste le nombró heredero. Pero los mayores no estaban dispuesto a aceptarlo y pidieron a su padre un segundo reto.

El rey aceptó y prometió el reino a aquel que trajera el anillo más hermoso. Sopló las plumas, que cayeron como la primera vez, por lo que cada uno tomó de nuevo el mismo camino.

El joven príncipe volvió a bajar las escaleras y le dijo al sapo lo que buscaba. Este se lo dio. Pero cuando el príncipe lo mostró a su padre y éste le volvió a nombrar heredero, los mayores protestaron. Así que el rey lanzó un tercer reto: el que trajera la mujer más hermosa heredaría el reino. Lanzó las plumas, que cayeron de nuevo como las veces anteriores.

Las tres plumasEl joven príncipe fue a ver al sapo, que le consiguió una hermosa doncella en un bello carruaje. El rey le otorgó de nuevo el premio, pero sus hermanos se resistían. 

-Padre, que se quede el reino aquel que haya traído la mujer capaz de saltar a través de un aro colgado en el centro de la sala. 

Como ellos habían llevado a la primera campesina lozana que encontraron pensaban que lo tenía fácil, mientras que la doncella no tendría capacidad para saltar.

Pero como las campesinas eran pesadas y toscas se cayeron al saltar, mientras que la joven doncella, que era ligera como un corzo, saltó sin dificultad.

Así fue como "El lelo" heredó la corona y reinó por muchos años con prudencia y sabiduría.

Los zapatos rojos

Érase una vez una niña pobre llamada Karen. Karen era tan pobre que solo tenía unos zuecos por calzado, unos zuecos que le dañaban los pies, por lo que en verano iba descalza. 

En el centro de la aldea vivía una anciana zapatera que le hizo a Karen un par de zapatitos con unos retazos de tela roja. Los zapatos resultaron un tanto desmañados, pero a la niña le encantaron. 

Al morir su madre, una señora rica acogió a la niña y la cuidó como si fuera su hija. Lo primero que hizo fue tirar los zapatos rojos, pues le horrorizaban, y comprarle un calzado más discreto.

Cuando llegó el momento de confirmación de la niña la señora le compró a Karen unos zapatos. Cuando fueron a ver al zapatero Karen se enamoró de unos zapatos rojos de charol que el zapatero había hecho para una condesa, pero que no le iban bien. La niña se los pidió a su benefactora que, como ya no veía bien, no se enteró de que eran rojos. 

El día de la confirmación todo el mundo miraba los zapatos rojos de Karen. Y la niña no podía pensar en otra cosa que en sus zapatos rojos.

Cuando la señora se enteró reprendió a Karen y le ordenó no volver a ponérselos. 
Pero la niña decidió aprovechar cualquier ocasión para ponérselos y desobedecer a la señora. 

Al domingo siguiente, cuando acompañó a la señora a misa, la niña se puso sus zapatos rojos, a pesar de que la buena mujer le recordó que debía ponerse zapatos negros. Cuando llegaron a la iglesia, un mendigo se ofreció a limpiarles los zapatos.

-¡Qué bonitos zapatos de baile! -dijo el mendigo a la niña-.Procura que no se te suelten cuando dances.

Y al decir esto tocó las suelas de los zapatos con la mano.

Al salir de la iglesia el mendigo volvió a decir:

-¡Qué bonitos zapatos de baile!

Inmediatamente, Karen empezó a bailar sin poder parar, llevaba involuntariamente por sus zapatos rojos. 

El cochero, que la esperaba a ella y a la señora, metió a la niña enseguida en el carruaje y le quitó los zapatos.

Por esos días la señora cayó enferma y Karen tuvo que hacerse cargo de cuidarla. Pero la habían invitado a un gran baile. Después de dudarlo unos minutos, Karen decidió dejar dormida a la señora y marcharse al baile con sus zapatos rojos, sin recordar el incidente que había sufrido el domingo.

Cuando llegó al baile con sus zapatos rojos estos empezaron a mover sus pies, y la niña empezó a bailar sin poder parar. Pasaron los días y Karen seguía bailando y bailando. Estaba cansada, pero no podía parar, así que lloraba mientras bailaba, pensando en lo tonta y vanidosa que había sido y en lo ingrata que había sido con la señora que tanto la había ayudado. 

-Los zapatos rojos ¡No puedo más !- lloró desesperada-. ¡Tengo que quitarme estos zapatos aunque tengan que me corten los pies!

Karen se dirigió bailando a casa del carnicero. Cuando llegó, sin dejar de bailar, le gritó desde la puerta:

-¡Sal! ¡Sal! No puedo entrar porque estoy bailando. Córtame los pies para que pueda dejar de bailar, porque hasta entonces no podré arrepentirme de mi vanidad. 

Cuando la puerta se abrió apareció el mendigo limpiabotas que había encantado los zapatos rojos a la puerta de la iglesia.

-¡Qué bonitos zapatos rojos de baile! -exclamó-. ¡Seguro que se ajustan muy bien al bailar! Déjame verlos más de cerca.

Nada más tocar el mendigo los zapatos los zapatos rojos se detuvieron y Karen dejó de bailar. Karen aprendió la lección y, agradecida, volvió a casa a cuidar de la señora que tanto había hecho por ella. Karen guardó los zapatos en una urna de cristal y no volvió a desobedecer nunca más.

Polvos de hada

Érase una vez, un lugar encantado en el que vivían unas bellísimas hadas. Sus alas eran preciosas, de muchos colores, y brillaban tanto que cualquiera las podía ver cuando volaban en el cielo.

De todas ellas, había dos que destacan por encima del resto. Una de ellas se llamaba Alina y la otra Gisela. Ambas tenían las alas más grandes y brillantes de todo el lugar. Tanto que el resto de hadas las admiraban profundamente. 

No muy lejos de aquellas hadas vivía Úrsula, la reina de los mundos oscuros. Una hechicera muy fea, llena de verrugas y con la cara muy arrugada. 

Cuando la vieja bruja observaba a las hadas pensaba:
- ¡Algún día os robaré vuestros polvos de hada para convertirme en la hechicera más bella del lugar!

Úrsula era tan envidiosa que era capaz de todo. Y así lo demostró el día que las hadas organizaron una fiesta.

Ese día, todas las hadas se pusieron muy guapas y volaron en el cielo mostrando todos sus encantos. Alina y Gisela eran las más brillantes de todas y ese día estaban especialmente bellas.

Cuando Úrsula las vio, no dudó en ordenar a sus cuervos malvados que fuesen a secuestrarlas. Y, mientras Alina y Gisela revoloteaban en el cielo los pájaros se lanzaron a por ellas.
- ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Mirad esos pájaros tan feos! – gritaban el resto de las hadas desde el suelo.

Las hadas volaron y volaron para intentar escapar, pero los cuervos pudieron raptar a Gisela.
- ¡¡¡Noooooo!!! ¡¡¡Soltarla!!! – gritaban las hadas

Pero los cuervos se la llevaron a los mundos oscuros donde la bruja Úrsula le robó sus polvos de hada y la encerró en una jaula.

- ¡Ja, ja, ja! ¡Por fin tengo mis polvos de hada! Ahora me convertiré en la más bella hechicera! – gritaba Úrsula triunfal

La pobre hada se quedó apagada y triste sin sus polvos mágicos. Además la pobre ya no podía volar.

El resto de hadas no podían permitir lo que estaban pasando y entre todas pensaron un plan para salvar a Gisela.

Entonces, decidieron enfrentarse a la malvada bruja. Y así fue. Todas las hadas volaron hacia los mundos oscuros. Fue un viaje muy duro y , aunque las hadas estaban agotadas, sabían que era necesario para ayudar a su compañera. Se esforzaron mucho, sobreviviendo a las peores tormentas, pero por fin encontraron a Úrsula.
- Venimos a rescatar a Gisela y no nos moveremos de aquí hasta que le devuelvas sus polvos de hada – dijeron

Úrsula no podía parar de reír. Ahora que tenía sus polvos de hada no daría un paso atrás. Pero las hadas, no se movieron de allí y fue entonces cuando Alina dijo:
- ¡Espera! ¡Yo te daré mis polvos si la liberas!

Polvos de hadaÚrsula sabía que los polvos de Gisela eran más poderosos que los de esa hada, así que se rió aún más.

El resto de hadas se dieron cuenta del gesto que había tenido su compañera y tuvieron una idea:
- Espera. Todas te daremos algo de nuestros polvos si liberas a Gisela. Somos más de cien hadas. Así conseguirás los polvos que necesitas.

Úrsula se dio cuenta de que así conseguiría mucho más polvo del que tenía y acabó aceptando el trato.

Las hadas le hicieron prometer que nunca más las molestaría y entre todas consiguieron salvar a Gisela. Todas sabían que si perdían parte de sus polvos de hada ya no serían tan brillantes, ni volarían tan alto, ni serían tan espectacularmente bellas, pero también sabían que era la única manera de ayudar a su amiga y entre todas hicieron el esfuerzo y devolvieron a Gisela la magia de sus alas.