viernes, 11 de noviembre de 2016

La maestra siniestra

Tras muchos meses de recuperación y rehabilitación, Petra recuperó su trabajo como maestra y volvió a dar clase. En atención a sus limitaciones físicas destinaron a Petra a un colegio más cerca de su casa. 

El primer día, en la reunión de principio de curso, sus nuevos compañeros la miraron con sorpresa. Todo el mundo sabía lo que le había pasado, pero nadie dijo nada. Se limitaron a mirarla con pena. A Petra no le sorprendió. No era la primera vez que le pasaba algo parecido desde el accidente.

A Petra le habían asignado la tutoría del cuarto curso de primaria. Cuando los alumnos vieron a su nueva tutora se quedaron impresionados. No tardaron en empezar a cuchichear y a hacer gracias sobre ella.

Petra llevaba un parche en el ojo derecho, tenía una gran cicatriz que le recorría la cara en el lado izquierdo, tenía un cabello extraño, con zonas sin pelo, cojeaba mucho y tenía problemas para mover el brazo izquierdo. A pesar de su gesto amable, su melodiosa voz y su bata blanca decorada con divertidos dibujos sus alumnos la miraban con cierto recelo.

Los niños no tardaron en ponerle un mote a Petra, a la que llamaban La Maestra Siniestra. A todos les hacía mucha gracia. Petra hacía como que no se enteraba, pero de sobra sabía cómo la llamaban. Incluso había oído a algunos adultos usar ese mote entre risas y burlas.

Ese curso en el colegio decidieron organizar una fiesta de Halloween para todo el barrio. Habría un concurso de disfraces con premio individual y colectivo. Nunca antes se había organizado una fiesta de este tipo y toda la gente estaba muy emocionada

Nadie contó con Petra para la organización de la fiesta. Al fin y al cabo, con lo que tenía a nadie le parecía que tuviera ganas de fiesta.

Llegó el día de la fiesta de Halloween. Los alumnos de Petra se habían puesto de acuerdo y todos se habían disfrazado de lo mismo: de maestra siniestra. Cuando llegaron a todo el mundo les hizo mucha gracia sus disfraces, con sus parches mugrientos, sus heridas sangrantes en la cara, sus pelos locos, sus batas manchadas de sangre adornadas con dibujos siniestros, su exagerada cojera y sus brazos a la virulé. 


-El grupo de maestras siniestras ganará el concurso seguro -decía todo el mundo, admirando al grupo de cuarto de primaria, que bailaba en el centro de la pista mientras todos aplaudían.

Entonces llegó Petra. Todo el mundo se quedó mudo y paralizado. 

-Creo que en este grupo falto yo -dijo Petra, con una gran sonrisa.

Petra se había quitado la pierna ortopédica que le hacía cojear. De su muslo colgaban piel, vasos sanguíneos y el extremo de un hueso roto y astillado. Su otra pierna mostraba heridas abiertas con un hueso roto asomando por la pantorrilla y mucha sangre. Su brazo izquierdo mostraba algo parecido, con el hombro hacia fuera y los huesos de la muñeca a la vista. 

Petra había sustituido el parche habitual por otro que imitaba un ojo colgando. Toda su cara mostraba heridas sangrientas y en la cabeza se veían cristales clavados con mucha sangre.

Por último, para poder caminar, Petra llevaba una muleta hecha de huesos humanos. 

Ante la parálisis que habían sufrido todos los asistentes a la fiesta, Petra dijo:

La maestra siniestra-La auténtica y genuina maestra siniestra ha llegado. Chicos, hoy el premio colectivo al mejor disfraz nos los llevamos nosotros. ¡A divertirse!

Sus alumnos se acercaron para pedirle disculpas. Se sentían muy culpables por haberse burlado de ella y por haberse reído de sus problemas. Petra les dijo:

-No os preocupéis. Yo he burlado a la muerte sobreviviendo a un accidente terrible. Nadie se puede reír de la vida más que yo. 

Todos aplaudieron a Petra. A más de uno se le escapó una lágrima de emoción. Y es que la vida te puede dar muchos golpes, pero es tu actitud lo que marca la diferencia. Puedes elegir estar dolido y triste por lo que te ha pasado o estar agradecido por haber salido adelante. 

Petra ganó el premio al mejor disfraz individual y, junto con sus alumnos, el premio al mejor disfraz colectivo. Pero ese día todos ganaron algo; aprendieron que riéndote de ti mismo nadie podrá hacerte daño con sus burlas y que te hace más feliz agradecer lo que se tiene que llorar por lo que se pierde.

El misterio del elefante gordo

Había una vez un pequeño zoo en el que vivían un mono, un tigre, un cocodrilo, un caballo, una jirafa y un elefante. 

Todos los animales estaban muy felices en aquel pequeño zoo, que era como una gran plaza y, alrededor de ella, estaban colocados los animales. Así todos se veían y podían charlar cuando no había nadie.

Un día, el mono notó al elefante algo triste.

-Amigo elefante, ¿qué te pasa? ¿Por qué estás tan triste? -preguntó el mono.

-Porque estoy gordo y no sé qué ha pasado -dijo el elefante-. Yo antes estaba más delgado.

-También eras más pequeño -dijo el tigre al escuchar hablar al elefante-. Aún recuerdo el día que llegaste. Eras tan pequeño… y tan apetitoso…

El elefante se quedó pensando un rato y luego dijo.

-También recuerdo yo el día que llegó el caballo. Era mucho más pequeño, pero él sigue siendo hermoso y esbelto. Yo, en cambio, tengo las patas gordas, la cabeza gorda y la tripa gorda.

El cocodrilo decidió intervenir.

-Deberías hacer ejercicio y comer menos, amigo elefante -dijo el cocodrilo-. Eso le oí decir el otro día a unos que estaban de visita por aquí.

El elefante decidió probar con el consejo del cocodrilo y empezó a hacer ejercicio y a comer un poco menos. Pero pasaban los días y el elefante no adelgazaba.

La jirafa, que hasta entonces no había dicho nada, le dijo al elefante:

-Esto es todo un misterio, amigo elefante. No entiendo cómo es posible que con todo el ejercicio que haces y lo mucho que has moderado tu dieta no consigas adelgazar. 

Los animales se pusieron de acuerdo para escuchar a los visitantes a ver si conseguían más información sobre lo que hay que hacer para adelgazar. Al fin y al cabo, era un tema bastante popular del que habían oído hablar mucho pero al que no prestaban mucha atención. 

Mientras tanto, el elefante seguía haciendo ejercicio y comiendo poco. Pero pasaron los días y los animales no llegaron a ninguna conclusión.

Un día, mientras el elefante estaba corriendo como un loco, trajeron a un nuevo vecino: un hipopótamo.

El elefante se paró en seco y, tras saludar al hipopótamo, le dijo:

-Tú sí que estás gordo.

El hipopótamo, que le había visto correr, le dijo:

-¿Por eso corres tanto? ¿Para adelgazar?

-El misterio del elefante gordoSí. Llevamos días intentando resolver el misterio de por qué no adelgazo con el ejercicio y la dieta. Ahora que estás tú aquí podremos avanzar más en nuestras investigaciones. Podemos intentar adelgazar juntos.

-No hay ningún misterio, elefante -dijo el hipopótamo-. Ni tú ni yo estamos gordos, simplemente somos así.

Todos los animales del zoo se quedaron muy sorprendidos con la respuesta. 

-¿Eso significa que no podré estar tan delgado como el caballo? -preguntó el elefante.

-Efectivamente -dijo el hipopótamo-. Tampoco podrás ser nunca tan ágil como el mono, ni tan escurridizo como el cocodrilo, ni tan alto como la jirafa, ni tan rápido como el tigre. 

-Pues tienes razón -dijo el elefante-. Misterio resuelto. 

El elefante siguió haciendo ejercicio porque le sentaba muy bien, pero ya no se preocupó más por su aspecto. Al fin y al cabo él era así.

La bruja hermosa

Había una vez una comunidad de brujas feas, apestosas y asquerosas donde la belleza no tenía lugar. Todas competían por ser la más horrorosa y detestable de todas, pues esa era la que mandaba y era la única que tenía derecho a tener hijas. A esa la llamaban la Señora de las Brujas. 

Las hijas de las brujas eran todas muy feas y cualquier vestigio de belleza era eliminado por parte de su madre para evitar problemas. 

Pero hubo una vez que la Señora de las Brujas tuvo una hija tan hermosa que su belleza la deslumbró por completo. Ante el temor de que las otras brujas la expulsaran o le hicieran alguna barbaridad, la Señora de las Brujas decidió esconderla. A las demás les dijo que la niña había muerto para no despertar sospechas. 

Pasaron los años y la Señora de las Brujas mantenía oculta a su hija, protegida con un potente hechizo para que nadie notara su presencia. Pero la Señora de las Brujas se hacía mayor y su magia cada vez era más débil y justo el día en la niña cumplió ocho años quedó a la vista de todas las demás.

Las brujas empezaron a gritar a su Señora llenas de ira: 

-¡Traidora! ¡Esta niña no puede estar aquí! ¡Acabemos con ellas, con la madre y con la hija! 

La Señora de las Brujas estaba muy débil para defenderse, pero su hija ya había adquirido mucho poder y pudo salir con su madre de allí. Al fin y al cabo también era una bruja poderosa. 

-Debes huir hija. Este lugar no es seguro para ti -dijo la Señora de las Brujas-. Déjame aquí, solo seré una carga para ti.

La niña la miró y le dijo: 

-No voy a abandonarte, mamá, y menos después de todo los que te has esforzado por mantenerme a salvo. Has agotado tu poder protegiéndome, así que no me pidas que me vaya sin más.

-Acabarán con nosotras. Deja que te proteja una vez más -dijo la Señora de las Brujas.

-Esta vez me toca a mí protegerte a ti -dijo la niña-. Tengo un plan, pero para ponerlo en marcha debemos volver.

-¡No podemos volver! -dijo la Señora de las Brujas-. Es muy peligroso. Echaremos a perder todos nuestros esfuerzos.

-Al contrario, mamá -dijo la niña-. ¿Olvidas que eres la Señora de las Brujas?

-Ella estarán eligiendo ahora a mis sucesora, lo sé.

Pero la niña no estaba dispuesta a admitir algo así.

-Vayamos a la elección -dijo la niña-. Me presentaré al cargo.

Su madre la miró y contestó:

-Eres muy hermosa, hija. Tú no puedes ser Señora de las Brujas.

-Te he dicho que tengo un plan. Vamos, no tenemos tiempo que perder.

MLa bruja hermosaadre e hija regresaron y pillaron a los brujas en plena reunión discutiendo a ver quién era la más fea y asquerosa de todas.

La niña se puso en medio de todas y lanzó un hechizo que neutralizó todos los esfuerzos que las brujas habían hecho para estar horribles. Ante sí quedaron hermosas mujeres, limpias y aseadas, que desprendían un delicado olor a flores silvestres.

-¡No! -gritaron todas cuando notaron el poder del hechizo.

Pero justo después, al verse tan bonitas, tan limpias y desprendiendo esa fragancia tan delicada, dejaron de gritar y empezaron a admirarse. Una especie de aura de paz y de armonía cayó sobre ellas, dulcificando sus miradas y apaciguando sus rostros.

La niña se convirtió ese día en la Señora de las Brujas, pero no por ser más o menos bella, sino por ser la más bondadosa y pacífica de todas ellas. Porque la belleza o la fealdad no son una cuestión de aspecto, sino de espíritu.

Solo en casa

A Alberto le daba mucho miedo quedarse solo en casa, pero sabía que ya tenía nueve años y que muchas veces sus padres tenían que salir a hacer sus obligaciones y alguna tarde le dejaban una hora solo en casa. 

Nada más que oía que se cerraba la puerta, Alberto corría a esconderse en su habitación. Oía un montón de ruidos. El sonido del ascensor le parecía que era como si despegará un avión a su lado.El sonido de la lluvia en los cristales le hacía sentir como si estuviera en un barco en alta mar.

Papá le dejaba un bocadillo para merendar, pero era incapaz de comer. No se lo había contado a nadie porque no quería que sus vecinos se burlaran de él ni que sus padres se preocuparan.

Un buen día que Alberto se volvió a quedar solo estaba en su habitación con los ojos cerrados contando cosas cuando su padre entró y, al no oír nada, se acercó sigiloso a la habitación para escuchar. Como ya se temió lo que estaba pasando, el padre se puso a hablar en la puerta poniendo una voz que no era la suya:

-Hola Alberto, ¿cómo estas? -dijo el papá con voz ronca.

Alberto dio un respingo. Había aparecido alguien ¡Qué miedo!

-¿Quién eres? ¿Cómo sabes que me llamo Alberto?

-Porqué te he seguido durante mucho tiempoooo.

-¿Y qué me va a pasar?

-Nada Alberto. Si te quedas en casa es porque tu papá y tu mamá confían en ti. Tienes que empezar a pensar que teniendo cuidado con las cosas peligrosas que tus padres te indican, que son pocas lo demás, es todo miedo. Y el miedo, cuanto más pienses en él, más crece. Se hace una bola y ya parece que todo puede ocurrir.

-Jooo, es que a veces me parece que se me va a caer la casa encima, que van a venir fantasmas, que va a entrar agua en casa. 

-¿Por qué no le cuentas que tienes miedo a tus padres? -dijo el padre con cierta tristez

-Porque no quiero que se preocupen.

ESolo en casal padre no pudo más y abrió la puerta, Alberto se puso rojo y avergonzado.

-Oh papá eres tú, lo siento, siento no haberte dicho antes lo que me pasa. 

-No te preocupes hijo. Vamos a hacer una cosa. Mamá y yo vamos a intentar turnarnos y que quedes en solo casa poco tiempo e ir dejándote solo cada vez más. Así con nuestro apoyo vas a dejar de tener miedo.

Y así fue, los primeros días Alberto se quedaba solo sabiendo que no serían más 15 minutos, merendaba, encendía la tele, veía que no pasaba nada y al poco estaba papá, y así hasta que empezó a estar contento en casa y así poder quedarse una hora solo sin miedos.

Las jornadas deportidas

Llegaron las jornadas deportivas al Colegio Pumarado. Muchos niños se ponían contentos porque tenían dos mañanas enteras para saltar, jugar al baloncesto, al fútbol, compartir el tiempo con sus compañeros e incluso ver demostraciones de deportistas que se acercaban al colegio para compartir sus experiencias. 

A Laura no le gustaban nada esas jornadas porque ella no entendía que tenía de divertido practicar un deporte. La mayoría de ellos eran difíciles, se cansaba, competía con sus compañeros y al final no llegaba a hacer las cosas bien. 

Este año se le ocurrió decirle a su madre que si podía no ir al colegio.Su madre se quedó muy extrañada y le dijo:

-Pero hija, si mañana son las jornadas deportivas. Te lo pasarás bien. ¿Conoces todos los deportes? Seguro que descubres alguno que te guste.

-No, no me gusta hacer deporte.

-Mira, hacemos una cosa, si pruebas todos los deportes y me cuentas lo que has hecho en cada uno qué es lo que más te gustó y qué es lo que no me convencerás de que no te gusta hacer deporte.

La mamá conocía a Laura y sabía que había hecho alguna vez algún deporte , pero que muchas veces no quería jugar y se perdía la parte divertida.

Al día siguiente Laura fue al colegio e intentó cumplir lo hablado con mamá. Empezaron las jornadas y sus amigas cogieron sus balones y se fueron a practicar baloncesto. Laura no sabía si acompañarlas y se quedó parada. De repente una mujer se le acercó y le dijo:

-Hola. ¿Cómo te llamas?

- Laura ¿Y tú?

-Me llamo Sara. Soy entrenadora de pádel. ¿Te gusta?

-Uhmmm, no sé lo que es. 

- ¿Quieres venir conmigo? Hemos creado una pista en la cancha de tenis del colegio. Prueba te resultará divertido. 

Laura recordó lo que había hablado con su madre y accedió. Cogió de la mano a Sara, que parecía simpática. Cuando llegaron a la pista la simpática mujer le enseñó cómo coger la pala, una especie de raqueta, cómo eran las reglas y algunas cosa más. 

Poco a poco se dio cuenta de que se estaba riendo y estaba haciendo cosas. La entrenadora la animaba y ella se sentía bien. Al cabo de una hora Sara le dijo que iban a llegar otros niños y jugar entre todos. Laura se puso nerviosa. Tenía miedo a estropearlo todo. Empezó a pensar si sería mejor irse. entonces Sara llegó y le dijo:

Las jornadas deportivas-¿Qué te pasa, Laura? Es normal que te pongas nerviosa, es un juego nuevo, pero no te preocupes, se trata de moverse, compartir y sentirse bien. No tiene nada que ver con jugar perfecto, ganar y competir con los demás. 

A Laura le vinieron bien las palabras de la divertida entrenadora y acabó jugando varios partidos con otros niños del cole que apenas conocía y que parecían buenos. 

Cuando llego a casa le dijo a su madre:

-Mamá, tenías razón, me lo he pasado muy bien. He jugado a un deporte que se llama pádel, he conocido amigos nuevos, a una profesora muy buena, me gustaría que tú también la conocieras.

Parece que al final mamá se salió con la suya.

Aniceto Vagoneto

Aniceto era un señor que se pasaba el día sentado o tumbado viendo a la gente pasar. Como estaba todo el día mirando sin hacer nada útil, haciendo el vago, la gente empezó a conocerle como Aniceto Vagoneto. 

En el pueblo nadie veía nunca a Aniceto hacer nada. Aniceto podría estar en cualquier parte, pero nadie lo veía llegar ni lo veía marcharse. Solo le veían ahí, mirando. Podría estarse todo el día sentado en el banco de un parque, sentado bajo un árbol en el bosque o tumbado a la sombra junto al río. Fuera donde fuere, Aniceto no hacía nada. 

Nadie sabía exactamente cuántos años tenía Aniceto. No parecía muy mayor, pero como llevaba barba y usaba gorra y gafas de sol tampoco se podían obtener muchas pistas sobre su aspecto.

Un día las autoridades alertaron de lluvias torrenciales. La policía fue casa por casa para llevar a la gente al ayuntamiento, que era el edificio más alto del pueblo. El riesgo de inundaciones era muy grande y al menos así protegían a las personas.

Cuando la gente empezó a ocupar las salas de los pisos superiores del ayuntamiento Aniceto ya estaba allí, sentado y mirando a todo el mundo pasar.

-Hay que ver este hombre, pero qué vago es -decía la gente.

Cuando todo el pueblo estaba congregado en el ayuntamiento se oyó a alguien gritar. 

-¡Mi hija! ¡Mi hija! ¡¿Dónde está mi niña?!

La gente estaba tan apretada en que era muy difícil moverse para buscar. Lo peor es que la gente se puso tan nerviosa que empezaron a moverse sin ton ni son, sin saber muy bien a quién buscaban. 

Alguien, desde la ventana, gritó:

-¡Allí fuera! ¡Una niña! ¡Allí fuera! ¡En aquel tejado!

Las intensas lluvias había hecho que el río se desbordase y el agua arrastraba todo lo que se le ponía por delante: bancos, papeleras, incluso coches. De la mayoría de las casas del pueblo solo se veía ya el tejado. En uno de estos tejados estaba la niña, que había salido por el tragaluz. 

Una voz grave y potente dijo:

-Dejen paso, por favor.

Era Aniceto. Con paso seguro se acercaba a la ventana, mientras se quitaba la gorra, las gafas y las botas y se abrochaba la cremallera de una chaleco salvavidas. A la cintura llevaba un arnés atado con una cuerda que llegaba hasta un anclaje en la pared. 

-Voy a por la niña. Necesito que alguien vaya soltando cuerda.

-Señor Aniceto, la corriente es muy fuerte -dijo alguien.

-No se preocupen. Llegaré hasta la niña y me quedaré con ella hasta que llegue el helicóptero de rescate. No olviden avisar a emergencias.

Sin más, Aniceto bajó por la pared haciendo rápel. Una vez en el agua nadó hasta la casa donde estaba la niña, con mucho cuidado de no ser arrollado por árboles, vehículos o señales de tráfico. 

Aniceto VagonetoCuando llegó hasta el tejado, Aniceto se soltó el arnés y le puso a la niña el chaleco salvavidas.

El helicóptero de rescate no tardó en llegar. Pero solo podía subir la niña, porque había más personas rescatadas a bordo y no cabía nadie más.

Anicento ayudó a la niña a subir y se agarró fuerte a la cuerda para viajar colgado. Al llegar al hospital más cercano, Aniceto se descolgó y ayudó a atender a los heridos.

Al día siguiente, cuando las aguas volvieron a su cauce, Aniceto regresó al pueblo. Todo el mundo le recibió con aplausos y abrazos. 

-Le tomábamos por un vago que se pasaba el día mirando y resulta que es usted un superhéroe -le dijo el alcalde.

-Ni mucho menos -le dijo Aniceto-. Soy un militar retirado que vela por sus vecinos.

-Entonces no miraba, vigilaba -dijo el alcalde.

-Ya ve, señor alcalde, a veces las apariencias engañan.

Erik el grande

Había una vez un hombre tan grande y tan fuerte que se creía el rey del mundo. Por dondequiera que pasara se presentaba como Erik el Grande, y todo el mundo se ponía a sus pies y le agasajaba con todo lo que podían.

Así, Erik el Grande recorrió casi medio mundo, como si fueran sus dominios, mientras se hacía con todo lo que la gente le regalaba.

Un día, Erik llegó a un pueblo en el que solo vivía un hombre mayor con su sobrino huérfano. 

-¿Por qué no sale nadie más a saludarme? Soy Erik el Grande y vengo a honraros con mi presencia.

-Señor, nadie más vive en este pueblo -dijo el anciano-. Solo estamos mi sobrino Fernando y yo.

Fernando, que era un niño muy avispado, miraba a Erik el Grande con curiosidad. No terminaba de entender qué tenía de especial aquel tipo, salvo que era el hombre más otra gente, el visitante despertó sus ganas de hacer travesuras. Su gran tamaño no le intimidaba, sino que le motivaba. Sin embargo, el muchacho se controló, porque no quería que su anciano tío se disgustase.

-¡Eh, tú, muchacho! -llamó Erik-. Tráeme algo de comer y de beber. Llevo mucho tiempo caminando.

El anciano y su sobrino eran gente humilde, pero obsequiaron a Erik con lo mejor que tenían: una sopa de pan viejo que cocía en el puchero y un poco de cecina, todo ello acompañado por un vaso de leche de cabra recién ordeñada.

-¡Esto es todo lo que me ofreces, viejo! -gritó Erik.

A Fernando no le gustó nada la forma que Erik tuvo de hablar a su tío, al que quería con locura, y se le olvidó que había hecho el propósito de no hacer travesuras. 

-Quiero dormir, así que espero que me dejes la mejor cama -dijo Erik, muy enfadado.

El anciano le dejó dormir en su cuarto, en el que no había más que un colchón de lana sobre el suelo.

-Vaya birria de cama -dijo Erik mientras se quitaba las botas para tumbarse.

Fernando le pidió a su tío que durmiera en su cama, ofreciéndose para dormir en el pajar.

Pero Fernando no durmió. Se coló en la habitación donde dormía Erik y se dedicó a colocarle chinches, pulgas y piojos entre la ropa y el pelo. El hombre estaba tan dormido que ni se enteró. 

A la mañana siguiente, Erik despertó lleno de picores y saltando de acá para allá, quitándose la ropa para poder rascarse. 

Erik el Grande-¡¿Qué pasa?! ¡¿Qué me habéis hecho?! -gritaba Erik mientras huía allí despavorido. 

En su huida, Erik se dejó todo lo que había ido atesorando en sus viajes.

-Con esto compraremos un colchón nuevo para ti, querido tío -dijo Fernando.

-El resto lo guardaremos para el futuro, querido sobrino -dijo el anciano.

Y así fue como Erik el Grande recibió una lección. Dicen que todavía no ha sido capaz de eliminar todos los piojos, pulgas y chinches con los que le obsequió el pequeño Fernando, así que nadie más le quiso cerca, por muy grande y fuerte que fuera. Ahora le conocen como Erik el Pulgoso, aunque hay quien prefiere llamarle Erik el Piojoso.