- ¡Calma! -decía el caracol-. ¡Ya llegará mi hora!
- Espero mucho de ti -dijo el rosal-. Dime cuándo.
- Me tomo mi tiempo -contestó el caracol-. Así se preparan las sorpresas.
Un año después, el caracol tomaba el sol allí mismo y el rosal echaba capullos y lucía hermosas rosas.
-¡Nada ha cambiado! -dijo el caracol-. No ha habido ningún progreso.
Pasó el verano, vino el otoño y el rosal siguió dando capullos y rosas hasta el invierno, cuando nevó. El rosal se inclinó y el caracol se cobijó, enterrándose allí mismo. Meses después, con la primavera, las rosas salieron y el caracol también.
- Ya eres un rosal viejo -dijo el caracol-. Pronto morirás y no hiciste nada por hacer otras cosas, pues no distes otros frutos que rosas.
-Me asustas -dijo el rosal-. Nunca lo pensé. Florecía de contento, ¡no podía evitarlo! Bebía del rocío y de la lluvia generosa. Respiraba. De la tierra me subía la fuerza y del cielo también la recibía. Sentía una felicidad siempre nueva y profunda, así que florería sin remedio. Esa era mi vida y no podía hacer otra cosa.
-Tu vida fue demasiado fácil -dijo el caracol.
-Cierto -dijo el rosal-. Pero tú tuviste más suerte aún. Eres un ser de gran inteligencia, que podría asombrar al mundo. Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tú, en cambio, que posees tantos dones, ¿qué le has dado al mundo?
-¿Darle yo al mundo? -dijo el caracol-. Anda, sigue cultivando tus rosas. Deja que los castaños den frutos y que las vacas y las ovejas den leche. Cada uno tiene su público, yo tengo el mío dentro de mí. El mundo no me interesa.
Dicho esto, el caracol se metió dentro de su casa y la selló.
Pasaron los años. El caracol se había vuelto polvo, y el rosal también, así como las rosas que alguien cogiera de él. Pero en el jardín brotaban los rosales nuevos, y los nuevos caracoles se arrastraban dentro de sus casas y escupían al mundo.
¿Empezamos otra vez nuestra historia desde el principio? No vale la pena... siempre sería la misma.
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